Le Philosophe lisant, de Chardin, fue terminado el 4 de diciembre de 1734. Se cree que es un retrato del pintor Aved, un amigo de El filósofo leyendo. Jean-Baptiste Chardin, 1734
Chardin. El tema y la composición —un hombre y una mujer leyendo un libro abierto sobre la mesa— son frecuentes. Ambos forman casi un subgénero de los interiores domésticos. La composición de Chardin tiene antecedentes en las iluminaciones medievales, en las cuales la figura de san Jerónimo o de algún otro lector ilustra en sí misma el texto que ilumina. El tema continúa siendo popular hasta bien entrado el siglo XIX (sirvan comoprueba el celebrado estudio de Courbet sobre Baudelaire leyendo o los lectores retratados por Daumier). Pero el motivo de le lecteur o de la lectrice parece haber sido objeto de mayor atención durante los siglos XVII y XVIII, y constituye un vínculo —del que toda la obra de Chardin fue representativa— entre el gran período de los interiores holandeses y el tratamiento de los temas domésticos de la escuela clásica francesa. En sí mismo, por tanto, y en su contexto histórico, Le Philosophe lisant no deja de consistir en un tema frecuente realizado de forma convencional (aunque por la mano de un maestro). Considerado en relación con nuestro tiempo y con nuestros códigos de percepción, sin embargo, esta representación «corriente» apunta, en casi cada uno de sus detalles y significados, a una revolución de valores.
Consideremos en primer lugar el traje del lector. Es sin lugar a dudas formal, incluso ceremonioso. La capa y el sombrero de pieles sugieren el brocado, una sugestión que nace del brillo mate pero áureo de la coloración. Aunque evidentemente se encuentra en su casa, el lector aparece “cubierto”, una palabra arcaica que implica la obligada nota de lo que casi sería una ceremonia heráldica (que la forma y el tratamiento del sombrero forrado de pieles derive casi con toda seguridad de Rembrandt es un motivo de interés sólo histórico-artístico). Lo que importa es la elegancia enfática, la deliberada importancia que el traje tiene en ese momento. El lector no se encuentra con el libro vestido de manera informal o desaliñada; está vestido para la ocasión, una forma de proceder que dirige nuestra atención hacia la construcción de valores y hacia la sensibilidad en el sentido tanto de la “vestidura” como de la “investidura”. La primera característica del acto, de la autoinvestidura del lector ante el acto de la lectura, es una característica de cortesía, un término representado sólo de forma imperfecta por “cortesía”. La lectura aquí no es un acto fortuito o casual. Se trata de un encuentro cortés, casi cortesano, entre una persona privada y uno de esos «invitados importantes» cuya entrada en la casa de los mortales es evocada por Hörderlin en su himno «Como en un día de fiesta», y por Coleridge en una de las glosas más enigmáticas que añadió a La balada del viejo marinero. El lector se encuentra con el libro con una obsequiosidad de corazón (eso es lo que cortesía significa), con una obsequiosidad, una atención y una actitud acogedora, de las cuales la manga bermeja, quizá de terciopelo o velludillo, y la capa y el sombrero forrado de pieles son los símbolos externos.
El hecho de que el lector lleve sombrero tiene claras resonancias. Los etnógrafos todavía nos tienen que decir qué significados generales pueden aplicarse a la distinción entre aquellas prácticas religiosas y rituales en las que el participante debe ir con la cabeza cubierta y aquellas en las que éste debe ir con la cabeza descubierta. Tanto en la tradición hebraica como en la greco-romana, el adorador, el que consulta el oráculo o el iniciado llevan la cabeza cubierta cuando se acercan al texto sagrado o al augurio. Lo mismo sucede con el lector de Chardin, como si quisiera dejar claro el carácter numinoso de su acceso y posterior encuentro con el libro. El sombrero forrado de pieles —y es en este punto en el que el eco de Rembrandt puede ser pertinente— sugiere de forma discreta el tocado del erudito cabalista o talmúdico que busca la llama del espíritu en la fijeza momentánea de la carta. Visto en conjunto con el traje de pieles, el sombrero del lector implica precisamente esas connotaciones de la ceremonia intelectual, del tenso reconocimiento del significado llevado a cabo por la mente, que induce a Próspero a vestirse elegantemente, antes de abrir sus libros mágicos.
Fijémonos ahora en el reloj de arena que aparece junto al codo derecho del lector. Una vez más nos encontramos ante un motivo convencional, pero con uno tan cargado de significado que un comentario exhaustivo debería comprender casi una historia del sentido occidental de la invención y la muerte. El reloj, tal y como Chardin lo coloca en el cuadro, establece la relación entre el tiempo y el libro. La arena corre rápidamente a través del estrecho paso del reloj (un correr cuya tranquila finalidad Hopkins invoca en un punto clave de la turbulencia mortal de «El naufragio del Deutschland”). Pero al mismo tiempo el texto perdura. La vida del lector se cuenta en horas; la del libro, en milenios. Éste es el primer escándalo triunfal proclamado por Píndaro: «Cuando la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres a quienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabras perdurarán». Es éste el concepto al que el exegi monumentum de Horacio dio expresión canónica y que culmina en la suposición hiperbólica de Mallarmé, según la cual el objeto del universo es le Livre, el libro final, el texto que transciende el tiempo. El mármol se rompe en pedazos, el bronce se deteriora, pero la palabra escrita —aparentemente el más frágil de los medios— sobrevive. Las palabras sobreviven a quienes las engendraron. Flaubert se quejaba de esta paradoja: mientras él moría como un perro sobre la cama, esa «zorra» de Emma Bovary, su criatura, nacida de unas letras sin vida garabateadas en una hoja de papel, continuaba viva.
Hasta ahora, sólo los libros han escapado a la muerte y han conseguido lo que Paul Eluard definió como la principal compulsión del artista: le dur désir de durer (los libros pueden incluso sobrevivirse a sí mismos, y saltar por encima de la sombra de su propio origen: existen traducciones vivas de lenguas muertas hace mucho tiempo). En el cuadro de Chardin, el reloj de arena —una forma doble que sugiere el símbolo del toro o el número ocho del infinito— oscila, exacta e irónicamente, entre la vita brevis del lector y el ars longa de su libro. Mientras lee, su propia existencia se extingue. Su lectura es un eslabón en la cadena de la continuidad performativa que suscribe (un término al que merece la pena volver) la supervivencia del texto leído.
Aunque la forma del reloj sea binaria, su valor es dialéctico. La arena que cae por el reloj habla tanto de la naturaleza que desafía al tiempo de la palabra escrita como del poquísimo tiempo del que se dispone para leer. El lector más empedernido sólo puede leer una fracción de minuto de la totalidad de textos que hay en el mundo. El que no haya experimentado la fascinación llena de reproches de las grandes estanterías llenas de libros no leídos, de las bibliotecas nocturnas de las cuales Borges es el fabulador, no es un verdadero lector, un philosophe lisant. No es un lector quien no ha escuchado en su oído interior la llamada de los cientos de miles, de los millones de volúmenes contenidos en los fondos de la Biblioteca Británica o de la Biblioteca Widener, que piden ser leídos. Porque en cada libro hay una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que sólo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse (aunque, en contraste con el hombre, el libro puede esperar siglos el azar de la resurrección). Todo lector auténtico, según el esbozo de Chardin, arrastra consigo el eco regañón de la omisión, de las estanterías de libros por las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobre cuyos lomos ha pasado los dedos con ciego apresuramiento. Yo me he dejado escurrir una docena de veces por la gigantesca historia de Sarpi sobre el Concilio de Trento (uno de los trabajos capitales en el desarrollo de los argumentos político-religiosos de Occidente), o por las opera omnia de Nikolai Hartmann lujosamente encuadernadas; nunca conseguiré leer las dieciséis mil paginas del diario (profundamente interesante) de Amiel publicado recientemente. Hay tan poco tiempo en «la biblioteca que es el universo» (en la mallarmeana frase de Borges). Los libros no abiertos, sin embargo, nos llaman de forma tan silenciosa e insistente como el correr de la arena del reloj. Que el reloj de arena sea una clave tradicional de la Muerte en el arte y la alegoría occidental destaca la doble significación de la composición de Chardin: la vida del libro después de la muerte, la brevedad de la vida del hombre sin la cual el libro yace enterrado. Repetimos: las interacciones de significado que se producen entre el reloj de arena y el libro son tales que en ellas se basa gran parte del contenido de nuestra historia interior.
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aquíGEORGE STEINER
París, (1929- ). George Steiner nació en el seno de una familia judía de origen vienés, aunque reside en EE.UU. y Reino Unido desde su exilio en 1940. Doctorado en Literatura y Filosofía por la Universidad de Oxford, es uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea. Crítico literario durante veinticinco años, ha cultivado con éxito el género del ensayo, mostrando en sus obras preocupaciones como la traducción como problema capital de la cultura o el silencio social como respuesta al horror. Su trabajo le ha valido el ser galardonado con el premio Príncipe de Asturias.